Una tasa de más del 20% de paro, un déficit cercano al 12 por ciento, una reforma laboral impuesta y el mayor recorte social de la democracia en España, parecen razones más que suficientes para que los trabajadores muestren al Gobierno socialista de Rodríguez zapatero una reacción contundente de descontento.
La repetida amenaza de los sindicatos en las últimas semanas para la convocatoria de una huelga general ha tenido como ensayo previo la fracasada huelga de empleados públicos. La bajísima participación ha sido la respuesta dada por los ciudadanos al llamamiento de unas organizaciones que miran cada vez menos por los intereses de los trabajadores y se rigen más por los suyos propios.
Durante los dos últimos años, los sindicatos han dedicado sus esfuerzos a ser cómplices de las políticas de un Gobierno que ha contribuido con su inacción primero, y más tarde con sus continuas improvisaciones y rectificaciones, a situar a España a la cabeza del desempleo de la Unión Europea. Los sindicatos se han ganado a pulso su falta de credibilidad ante los trabajadores, por su inaudito silencio ante la desastrosa gestión del presidente Rodríguez Zapatero, quien ha contribuido de forma decisiva a que España atraviese la peor crisis económica de las últimas décadas.
Desde luego entiendo la lógica indignación de los trabajadores y sobre todo la de los casi cinco millones de españoles que se encuentran sin trabajo ni perspectivas de obtenerlo. Pero aunque existen sobrados motivos, una huelga general ni soluciona la crisis, ni contribuye a resolver los actuales problemas del empleo en España. La situación es tan grave que sólo podría paliarse con cambios drásticos en las políticas del Gobierno socialista, condenado ahora a seguir a pies juntillas las instrucciones de otros países y organismos, que ya no toleran las indecisiones de Rodríguez Zapatero, tan peligrosas para la solvencia de la Unión Europea.
Me pregunto si los sindicatos habrían tenido el mismo comportamiento con un Gobierno de otro signo, si también habrían sido condescendientes hasta lo inimaginable o, por el contrario, se habrían movilizado ante la más mínima sospecha de amenaza social. Hoy más que nunca los sindicatos parecen haber mutado, de organizaciones sociales a políticas, cada vez más alejadas de aquellos a quienes dicen y deberían defender.
Es indiscutible que la huelga es un derecho, pero desde luego no es la solución.