Pensiones – Otra mirada más allá de la reforma

Las ciudadanas y ciudadanos europeos todavía contamos con un amplio sistema de protección social, pensiones incluidas, así como con el acceso universal a la educación y a la atención sanitaria y otros servicios públicos. Es lo que se conoce como el Estado del Bienestar. Lo nuestro nos ha costado, a lo largo de dos siglos de revoluciones y luchas sociales.
Pero desde hace unas décadas estamos asistiendo a una poderosa ofensiva para debilitar y/o desmantelar el estado de bienestar y privatizar sus pilares más importantes. Esta ofensiva se ha recrudecido con la explosión de la globalización de los mercados, pues ante la falta de globalización simultánea de los derechos y la protección social, hay una mayor presión de la producción de mercancías en lugares del mundo donde no existe tal sistema de protección social y por lo tanto los productos allí elaborados no incorporan los costes del sistema. Las ofensivas para debilitar la protección social, aunque realizadas al dictado del sector privado, han encontrado su principal protagonista en los gobiernos, que generalmente actúan más en beneficio de los poderes económicos privados que de los propios ciudadanos que representan.

La falta de políticas de regulación pública de las entidades y mercados financieros, antes y después de la crisis, no sólo han provocado la crisis que estamos sufriendo, sino que además han dejado a los estados gravemente endeudados y/o con enormes déficits públicos y en los brazos de la codicia de los propios mercados que la provocaron. Así en vez de dar cuenta de sus responsabilidades en la crisis, se han encontrado amparándose en dichos déficits con una posición de ventaja para presionar a los gobiernos a emprender la última ofensiva –mucho más feroz que cualquiera de las anteriores– contra la protección social pública, para debilitarla y privatizarla. Aunque esta presión afecta a todos los ámbitos, desde la educación a la sanidad, las pensiones son uno de los objetivos más golosos para el sector privado, por la enorme cantidad de dinero que mueven los sistemas de pensiones.

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España se ha convertido en uno de los países objetivo más vulnerables a esta ofensiva, no sólo por el volumen de su déficit sino también porque su modelo productivo productivo, basado en la especulación y el ladrillo, ha dejado la economía española muy dañada con unas altísimas cifras de paro y, sobre todo, porque se ha encontrado con un gobierno incapaz de actuar sobre los poderes económicos, que ha cambiado su discurso social por una entrega total a los dictados de los mercados.

En materia de pensiones, para los mercados financieros España es aún más golosa que los países de su entorno, por la débil penetración de los sistemas privados de pensiones, que sólo representan el 8% del total, dado que el sistema público de reparto goza de una situación consolidada, gracias a las sucesivas reformas que con acuerdo social se han venido realizando.

Tampoco esta vez han podido con las pensiones

Pero, por enésima vez, los deseos privatizadores y desmanteladores del sistema público –abanderados paradójicamente por un Gobierno que se autoproclama socialista– no han podido lograr sus objetivos. El sistema público de pensiones seguirá consolidándose.
El gobierno pretendía retrasar la edad legal de la jubilación a los 67 años para todos los pensionistas, pero sólo lo será para algunos, los que menos tiempo hayan cotizado. La edad legal de de jubilación se moverá en una horquilla que oscila entre los 63 y los 67 años, dependiendo del tiempo cotizado. Los trabajadores que desempeñen trabajos penosos podrán jubilarse antes, pues se beneficiarán de un coeficiente por tiempo trabajado. El tiempo que los jóvenes hayan dedicado a la formación en prácticas o en situación de becarios contará como tiempo cotizado; a las personas -mujeres u hombres- que hayan salido temporalmente de la actividad laboral para cuidar a sus hijos, se les reconocerán hasta dos años de cotización. Ambas medidas pretenden mitigar los efectos adversos que una mayor exigencia de años cotizados pueda tener sobre determinados colectivos.

El gobierno –como en otros ámbitos– sólo pretendía actuar sobre el gasto, pero finalmente el sistema verá mejorados sus ingresos, porque las empresas y empleadores tendrán que cotizar más por trabajadores y trabajadoras de sectores como el agrario y empleados de hogar, donde unos regímenes especiales hacían posible míseras cotizaciones y pobres pensiones. También mejorarán los ingresos provenientes de quienes, no siendo trabajadores por cuenta ajena, se organizaban a conveniencia su carrera de cotización, cotizando el mínimo durante muchos años, para elevar la cotización en los últimos y cobrar así la pensión máxima; esto es especialmente relevante en un país donde curiosamente los empresarios declaran cobrar mucho menos que sus propios trabajadores, ahora si quieren cobrar la máxima tendrán que cotizar por ella 25 años. Así mismo aumentará la cotización de los contratos de relevo. Finalmente, algunos costes que venía soportando indebidamente el sistema de pensiones, como los complementos para que todas las pensiones contributivas cobren el mínimo establecido (que suman más de 4.000 millones € año) ahora serán abonados por los presupuestos del Estado.

La reforma final no es, desde luego, la que pretendían los mercados. Las razones de esa distancia son diversas. Ha contado –cómo no– la existencia de una opinión pública adversa, muy sensible a un asunto como las pensiones. Cuenta también cierta tradición política –Pacto de Toledo– y social –acuerdos precedentes– que ha establecido que las reformas de pensiones no se hacen por la vía de la imposición sino del diálogo. Cuenta que había valiosas propuestas encima de la mesa, que mostraban cómo otra reforma era posible. Y cuenta, por supuesto, el calendario político y las huelgas generales. La que se hizo el 29-S y la que se habría hecho –en vísperas electorales– de empecinarse el gobierno en sus pretensiones. Quienes tratan de minusvalorar los efectos de la huelga sobre estos asuntos no lo suelen hacer desinteresadamente, sino para desacreditar la movilización de los trabajadores y de sus organizaciones sindicales, que sigue siendo el principal obstáculo para debilitar y privatizar los sistemas de protección.

El sistema público de pensiones español se ha salvado por el momento. Incluso si el PP llegara al gobierno en las próximas generales no tendría fácil iniciar otra reforma. En los años venideros el acceso a las pensiones contributivas y su cuantía seguirán creciendo de manera sostenible. ¿Cuánto? Dependerá del empleo y los salarios, asuntos que tienen más que ver con el modelo productivo y con las relaciones laborales.

Pero eso no evita una reflexión más profunda sobre los riesgos del sistema a más largo plazo. Nuestro sistema de pensiones es un sistema público de reparto, basado en la solidaridad intra-generacional –ya que mientras el abanico salarial es 1/20 el de las pensiones mínima y máxima es 1/3– e inter-generacional –de forma que la generación en activo mantiene las prestaciones a la generación ya pasiva–. La capacidad de mantenerlo y la calidad de sus prestaciones depende fundamentalmente del volumen de empleo y de los niveles salariales.

Además nuestro sistema está financiado también a través de lo que se conoce como ‘separación de fuentes’: las pensiones asistenciales las paga el Estado de los impuestos; pero las contributivas –que son la parte sustancial– las paga el sistema de pensiones, que se nutre de las cotizaciones sociales. Un sistema así puede funcionar muy bien durante unos años, pero no indefinidamente. Una población pasiva de 16 millones de pensionistas, el doble que la actual, y con más años de esperanza de vida, requerirá también un volumen de empleo muy superior al actual, una población activa más amplia y un crecimiento demográfico muy considerable. Si España tuviera que ir a una población de 70 millones de habitantes o más en las próximas décadas, tal incremento demográfico no sería muy recomendable, ni es aceptable por ambientalmente insostenible. La huella ecológica que deja el consumo de la población mundial ha superado ya la capacidad de carga del planeta. Aunque se mejorara la tecnología y se redujera drásticamente el consumo –que todo habrá que hacer– no hay muchas posibilidades de hacer sostenible un planeta que doblara los 7.000 millones de habitantes que ahora pueblan la tierra. El crecimiento demográfico no es una opción.

Finalmente, un sistema puramente contributivo hace mantener altos costes sociales, gravando impositivamente el trabajo, que visto el paro estructural que padecemos parece ser más abundante que los empleos disponibles. Sin embargo los recursos naturales, que son escasos, no tienen apenas carga impositiva. Una reforma fiscal inteligente debería gravar la contaminación y el uso de los recursos naturales y energéticos en vez de gravar el trabajo, reduciendo las cotizaciones sociales a la vez que se aumentan los impuestos ambientales. Estos impuestos deberían servir para mantener las prestaciones sociales, pensiones incluidas, por lo que sería más razonable –y a largo plazo sostenible– ir a un sistema mixto de financiación de las pensiones. Este es, más allá de la reciente reforma, el verdadero debate a considerar sobre el futuro de las pensiones.